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Que su belleza no venga de los adornos externos, como peinados exagerados, joyas de oro o ropa fina. Su belleza debe venir del corazón, del interior de su ser, porque la belleza que no se echa a perder es la de un espíritu suave y tranquilo, valioso ante los ojos de Dios. Así se adornaban las mujeres santas que vivieron hace mucho tiempo. Tenían puesta su esperanza en Dios y obedecían a sus esposos.

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